El último movimiento por ahora de
Juan Carlos I no es digno de la obertura con que inició la sinfonía de su
mandato. Más bien parece un remake de El Ángel Azul, la película de
Josef von Sternberg, con una joven Marlene Dietrich como cantante de cabaret, y
un Emil Jannings encarnando a un anciano profesor capaz de perder la cabeza por
la seductora Lola. Como en tantas ocasiones, la realidad supera a la
ficción.
Lunes 3 de agosto. Ese día de calor
sofocante en la península ibérica y más allá de los Pirineos, conocimos el
último capítulo del culebrón juancarlista: se había ido de su querida España.
Nada para lo que no estuviésemos prevenidos desde aquella jornada de caza en
Botsuana, en abril de 2012, en la que un escalón y un elefante se cruzaron en
su camino. La sorpresa, como la caza mayor, surge donde menos la esperas. La
segunda década del siglo XXI llegó con aires de crisis financiera. Ante las
medidas neoliberales adoptadas para salvar a la banca a costa de la ciudadanía,
estalló el 15-M indignado. Como para ir de safari.
Casi una década después y en medio
de una crisis sanitaria, un Juan Carlos abdicado y convertido en emérito hace
méritos para emborronar su expediente. Feo epitafio. Y llegó su fuga, huida,
poner tierra u océano de por medio, todo menos llamarle exilio. Exiliarse es
otra cosa, siempre más dramática. No hay más que recordar el amargo exilio de
miles de republicanos que tuvieron que abandonar su país ante la única razón de
las armas cargadas por el fascismo. Lo de Juan Carlos ha sido otra cosa. Poco a
poco, a cuentagotas, mientras la Casa Real piensa qué decir, y el que debería
decir algo calla para no hablar más de lo necesario, nos enteramos que el
Ministerio de Interior se encarga de la seguridad emérita. Una pasta. También
nos enteramos que el emérito está tirando de tarjetero para sablear unas
vacaciones a sus amigos más potentados. Para eso están los amigos. De paso
fomenta el turismo en tiempos de pandemia, que también debe ser bueno para la
causa. Y todos nos preguntamos: ¿dónde está Wally?
Hoy es jueves y esto es Abu Dhabi.
Mientras los paparazis buscaban infructuosamente a Juanca en una urbanización
de lujo en la República Dominicana, el emérito dormía plácidamente en un
exclusivo hotel del emirato árabe, al módico precio de 11.000 € la noche. Más
el coste de alojar al emérito séquito. ¿Quién paga?, ¿el jeque? No es tema para
chistes. Y menos con la ley mordaza aún vigente. Una asociación ultracatólica
de defensores del emérito se ha querellado contra varios políticos por decir lo
que piensan de la monarquía. Al neofranquismo no le gusta que nadie se tome a
cuchufleta los viajes del emérito. Les jode tanto el humor como la democracia y
la crítica. A falta de algo constructivo que hacer, han tachado, censurado el
mural que el grafitero valenciano J. Warx pintó en el barrio de Benimaclet.
¡Viva las cadenas!
Nadie hace tanto mal a la monarquía
como el comportamiento de algunos monarcas. De casta le viene al galgo. Juan
Carlos I no ha sido el primer Borbón que ha caído en la tentación de beneficiarse
privadamente de sus privilegios públicos. Su pecado no ha sido como el del
abuelo Alfonso. Juan Carlos que debía a un dictador que el trono volviera a la
familia, no quería perderlo por otro. Lo suyo se parece más a las debilidades
de la tatarabuela Isabel. No hay más que bucear en la magnífica biografía de la
hija de Fernando VII que hizo Isabel Burdiel para ver las semejanzas. Ella sola
-Isabel II- llena con sus luces y sus sombras gran parte de nuestro siglo XIX.
Por cierto, la ley sálica que tantos disgustos nos dio, sigue vigente.
La crisis juancarlista también es
una crisis borbónica, y pone en cuestión las bondades de la monarquía como
forma de Estado. Si dio beneficios en su momento, están más que amortizados. La
monarquía de Juan Carlos sirvió de puente para cruzar el peligroso barranco de
la dictadura. Ahí terminan sus méritos. No hay dos monarquías iguales, como no
hay dos repúblicas que lo sean. No es lo mismo una república bananera que
la grandeur de la francesa. Ni el presidencialismo de ésta que
la discreción de la alemana. No es lo mismo una república unitaria y
centralista que una federal. Por eso sería conveniente ir afinando el deseo, no
sea que en el debate entre monarquía y república salga perdiendo la democracia.
Juan Carlos logró hacer creíble el
relato de una restauración monárquica útil para el país y para la democracia.
No había antecedentes en su familia. Con ese relato bajo el brazo, le fue más
fácil obtener una legitimidad que de partida no tenía. Los jefes de Estado en
las repúblicas someten periódicamente su legitimidad al dictamen de las urnas.
¿Y los monarcas? Su legitimidad es eterna y transferible genéticamente. ¡Vaya
cuento chino!
URBANO GARCIA
urbanogarciaperez@gmail.com
Imagen:
1. Juan
Carlos I y el jeque de Abu Dhabi. EFE