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jueves, 30 de abril de 2020

PRETÉRITO IMPERFECTO



El pasado siempre es fácil de adivinar. Lo complicado es saber cómo será el futuro. No siempre es mejor. Aunque tampoco el pasado suele ser perfecto. Quienes así nos lo venden, o nos engañan o son unos necios. No hay que descartar que ambas supuestas cualidades se den juntas. No hay más que asomarse al Stefan Zweig de El mundo de ayer para entender la angustia vital de quien había visto desmoronarse demasiados mundos en su vida. No hay más que asomarse al Tony Judt de Postguerra para entender cómo las ilusiones de un mundo mejor se pueden trastocar de un día para otro laminadas por las políticas ultraliberales. Ni cualquier pasado fue mejor, ni la felicidad es eterna. A menudo, imaginamos un pasado idílico para huir de un presente infernal. Y cuando volvemos a asomarnos al abismo de la angustia, corremos a ese pasado idealizado como tabla de salvación. Un espejismo, pura ilusión. Cuando la ensoñación se desvanece nos damos cuenta de que nos habíamos lanzado al mar sin salvavidas, y no sabemos nadar.     

               La pandemia nos ha dado la oportunidad de asomarnos a un mundo que pensábamos erradicado. A un tiempo en que las pestes marcaban calendario y santoral, cuando las iglesias que en el mundo han sido y siguen siendo, abrían el paso y las rogativas. ¿Dónde están los santones que antes inspiraban retablos y cazas de brujas? Como los virus han buscado otros nichos para medrar. Y no traen nada bueno. Habrá que aguzar la vista para detectarlos y exterminarlos. La razón se impone a supersticiosos y chamanes. La ciencia ganó la partida. Por ahora. La pandemia también nos ha dado la oportunidad de frenar un poco, de darnos tiempo para nosotros y nuestras circunstancias. Para reflexionar. Para bajar el ritmo vital y hacerlo compatible con la vida. Para repensar qué hicimos mal y qué podemos hacer mejor. ¿Aprenderemos la lección?

    

RESET

Uno de los sueños más recurrentes que tenemos es volver a empezar. La vida como bucle puede ser una pesadilla. Otro sueño frecuente es volar. Orgasmos, diría un seguidor de Freud. “Volar, lo que se dice volar, no vuelo”, canta El Kanka. Por eso soñamos con hacerlo. Para eso tenemos la imaginación. Para soñar mundos posibles. Para imaginar utopías. Nos gustaría que al despertar de la pesadilla que es la pandemia, nos encontráramos un mundo mejor. No estoy muy seguro de que ocurra. De nosotros depende. ¿Seguro?

Cuando nos asomamos al mundo de hoy, no al de ayer, nos entra vértigo de ver lo que vemos. Nunca la humanidad tuvo tantos mecanismos para tener el mundo en sus manos. Nunca desaprovechó tanta oportunidad para hacerlo más habitable, y no sólo para los humanos. Nunca estuvimos tan globalizados, y sin embargo seguimos sin acabar con la pobreza. La desigualdad no ha dejado de crecer. No hemos parado de ahondar la brecha que separa al 1% más rico (poseedor del 50% de las riquezas del planeta), del restante 99%. Se calcule como se calcule, la diferencia es abismal o abisal, como gusten. Esa es otra pandemia.

El SARS-CoV-2, el coronavirus causante de la enfermedad Covid-19, tiene un periodo de latencia largo, tarda más de una semana en manifestarse, en aparecer síntomas. Es su estrategia de supervivencia. La forma que tiene su gen de sobrevivir. Cuando asoma, ya es difícil frenar su expansión. Todo se precipita.

También el cambio climático tiene un largo periodo de latencia. Sus consecuencias no se ven a corto plazo. Cuando se manifiesta, el proceso es irreversible. No hay marcha atrás. No hay terapia que lo cure ni medicina que lo sane. Fractura irreparable. ¡Qué difícil es hacer hoy lo que menos mal nos cause mañana!

Buscando respuestas, me asomo a las 21 Lecciones para el siglo XXI de Yuval Noah Harari, nuevo gurú de la izquierda desde que publicó Sapiens. Repasa un futuro por escribir. Busco recetas mágicas. No las encuentro. Me doy cuenta de lo poco que sirve abordar el futuro como algo predeterminado. El determinismo es una falsa muleta. Cuando menos te lo esperas, estás en el suelo. Cojo y desvalido. Pero somos datos. Códigos binarios en el superordenador que es la vida. Somos nuestras preferencias. Las miles de opciones que tomamos cada día. Si o no. Blanco o negro. Nuestras decisiones no dejan de ser algoritmos en una larga cadena de cifras. Somos un largo código de barras. Guarismos que nos convierten en animales de comportamientos predecibles. ¿Dónde queda el libre albedrio? ¿Y la libertad? La biotecnología y la inteligencia artificial son bienes muy preciados, cada vez más. Y son caros, al alcance de muy pocos. Algo habrá que hacer para que el mundo de mañana sea mejor que el pasado, ese pretérito siempre imperfecto.      

URBANO GARCIA


Imagen: Simulación del SARS-CoV-2 que causa la enfermedad Covid-19. GERALT

miércoles, 29 de abril de 2020

DESESCALAR


Sabemos que es más fácil bajar que subir. Lo sabemos a ciencia cierta, no es una percepción. Es la tiranía impuesta por la ley de la gravedad. Claro que las leyes de la física son relativas, como demostró Einstein. Dependen del cómo, dónde y cuándo, como mínimo. Es verdad que subir una escalera tiene mayor coste energético que bajarla. Al descender, el planeta -su gravedad- hace el trabajo por nosotros. Los conductores saben que hay que poner la misma marcha al subir y al bajar una pendiente, o ir frenando.

Podemos dividir la cuarentena en dos fases. En la primera nos hemos dedicado a intentar aplanar la curva, para que no colapsara el sistema sanitario. Ese era y es el objeto del confinamiento, rebajar la fatídica pendiente de contagios y muertes. Como si fuera fácil aceptar la existencia de un nivel a partir del cual la tragedia deja de controlarse. Por desgracia hay un listón, una o varias líneas que condicionan todo. El número de camas, de hospitales, de UCI’s, de respiradores, de personal sanitario, incluso de mascarillas, fijan un dramático límite. Una vez superados éstos, el drama alcanza una gravedad de difícil asimilación. Incluso la palabra “triaje” es demasiado suave para calificar el trágico momento. No hace falta añadir más drama al drama. Y ese listón depende de lo que se ha invertido y se invierte en salud pública. Una cifra que, en nuestro caso y desde hace mucho tiempo, ha sido poco o muy poco. Mucho menos de lo que han invertido nuestros socios comunitarios. Y eso se paga. Se paga la poca inversión y se pagan los recortes. También se paga el considerar a la sanidad como un negocio, y privatizarla como si fuera una fábrica de calcetines.

A la segunda etapa estamos llegando. Se trata de mantener en niveles controlables los contagios, para ir rebajando el índice de afección de la Covid-19. A eso le llaman “desescalar”, a bajar poco a poco la curva de guadaña que dibuja la pandemia. Bajamos casi a ciegas. Desconocemos cuántas personas asintomáticas son portadoras del coronavirus. No sabemos si la presencia de este nuevo virus se cronificará entre nosotros. Si volverá, sin haberse ido, el próximo otoño. Si acompañará a su primo el virus de la gripe. Para entonces estaría bien disponer de una vacuna. Gran parte de la comunidad científica está en ello. La OMS quiere que sea de libre acceso. Pero más de un laboratorio va detrás de hacerse con la ansiada patente, apoyados por un Trump más preocupado por el valor de sus acciones que por la salud de sus conciudadanos.



BAJAR Y SALIR

               Muchas personas no podrán bajar ni salir. Se han quedado en el camino. Son un punto en la fatídica curva. Un guarismo en la estadística de la pandemia. Habrá que crear un espacio para la memoria de quienes perdieron la vida a causa de la Covid-19. Tiempo habrá para el duelo cuando pase lo peor.

Por llegar con sus alforjas cargadas de dolencias, la edad es un factor a tener en cuenta. En función de ella desescalaremos. Niños y niñas saldrán primero. A partir del 27 de abril. Eso sí, estarán rigurosamente vigilados. Por personas más mayores, claro. Dicen que la prudencia llega con la edad. Y la defensa de los derechos. Rebelión de las canas le llaman en Francia. También con la edad contraer el virus puede acarrear más complicaciones. Y no es cuestión de jugar con la salud. Escribo estas líneas antes de conocer cómo se hará la desescalada. Está claro que el coronavirus nos ha atacado de forma desigual. A la España vaciada no van ni los virus. De esa se han librado. Lo malo es que eso hace menos inmunes a quienes viven en ella.

La desescalada se hará contemplando criterios geográficos, sectoriales y de población. Además de mascarillas suficientes, habrá que disponer de millones de test para poder segregar la salida a la calle en función de los mapas de la pandemia. Todo eso cuesta dinero, mucho dinero. El Europarlamento apoyó la creación de “bonos de reconstrucción” garantizados por el presupuesto de la Unión. Ahora falta que la Comisión, los países, den su visto bueno. Las derechas no quieren ni oír hablar de mutualización de la deuda, de coronabonos o eurobonos. El compromiso solidario les da urticaria. En Bruselas y aquí. Tal vez por eso, al PP le parece mal el Ingreso Mínimo Vital, una paga para que nadie se quede en la cuneta de esta crisis sanitaria, y no como ocurrió en 2008. Tampoco a la Conferencia Episcopal le gusta. “No es un horizonte deseable que haya gente que viva gracias al Estado”, dice el portavoz de los obispos. ¡Mira quién habla!      

Entre 1347 y 1400, la población de Europa y de gran parte de Asia fue diezmada por la peste negra. Pasó la peste y llegó el Renacimiento. Habrá que hacer todo lo posible hoy, para poder renacer mañana.
  

URBANO GARCIA

Imagen:
1. Mujer leyendo sentada en la ventana. Premium.